El 7 de febrero mi primogénito cumplió
seis meses de vida. En este tiempo, me
ha enseñado un amor distinto, puro, casi supremo. Pero también me aprendido lo que es dolor, un
sufrimiento intenso.
Hace un par de días, producto del
cambio de clima y las enfermedades que esto supone, tuvimos que, tarde en la
noche, llevarlo de urgencia al hospital ya que presentó fiebre, la cual no
disminuía.
Aquel día, sus sonrisas características,
su gorjeo continuo y cada una de sus ocurrencias no se evidenciaron en todo el
día. Por el contrario, sus parpados se
tornaron rojos y sus pequeños ojos estuvieron inundados de lágrimas. Verlo así, y siendo incapaz de tener solución
a su dolor me partía el corazón.
Mi mente se centraba una y otra
vez en el Padre Celestial. Él entiende
nuestro sufrimiento. Él mismo pasó el
dolor más grande que cualquiera pueda soportar.
Su propio Hijo fue golpeado hasta ser desfigurado, coronado con espinas,
los insultos y escupitajos fueron parte de su tortura, sufrió el peso del
pecado de la humanidad y finalmente fue clavado a una cruz. ¡Claro que sí! ¡Dios entiende nuestro dolor!
Pero su Hijo volvió a la vida,
proveyendo esperanza para nuestro dolor.
Dios está buscándonos, aun cuando pretendemos escondernos de Él;
abrazándonos, aun cuando pretendemos ser fuertes; consolándonos, aun cuando nos
refugiamos en nuestros propios caparazones.
No tendremos seguridad escondiéndonos
de Él, nuestra fortaleza se desvanece lejos de los brazos del Padre, solamente
en Él tendremos consuelo. Su Promesa
Fiel es el consuelo y su mano acariciando nuestra mejilla para secar las
lágrimas de dolor y desesperación. La
esperanza que nos ofrece es un lugar que no tendrá cabida para el sufrimiento,
y esto será posible por su presencia entre nosotros.
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